Capítulo IV
Papá
se fue de casa dos meses antes de que yo naciera.
Creo
que cuando uno no tiene padre, busca
uno, trata de encontrarlo o al menos, ver como es un padre; yo vi en una
ocasión a un padre bueno, el papá de Rita, una noche que se me hizo tarde jugando
en su casa vi al papá que se acostó en una cama de las que se ponían afuera de
la casa en verano para dormir y a su lado se acostaron los dos hermanitos de
Rita, la mamá y luego ella brincó a la cama y se acostó con todos ellos; los vi
y me quedé como si viera el nacimiento del niño Jesús con árbol, esferas y
luces de colores incluidos… era maravilloso, era un papá con hijos. Repentinamente
la madre de ellos me vio y en tono enojoso me dijo, y tú que haces ahí parada?
Vete a tu casa, ya es muy tarde; le contesté que Rita me había dejado quedarme ahí viendo,
porque me gustaba ver a un papá con sus hijos, y en ese momento Rita me decía que me sentara en la orilla de la
cama porque el padre iba a platicarles un cuento, pero la madre me sacó de la
casa.
Cuando
ese papá murió, le llevé todas las flores de jazmín que había en las macetas de
mamá, formando un pequeño ramito de 6 o 7 jazmines, pero la madre de Rita,
esposa de aquel señor, las quitó de su ataúd en donde yo las había puesto en
una pequeña copita de cristal y las tiró al piso, gritando que yo siempre lo
había querido… cierto, apenas tenía 12 años y todavía quería a aquella figura
de un papá… que no recuerdo ni como se llamaba.
Supe
que mi papá fue un buen hombre, pero no sé qué significaba eso para mi madre
que era quien me lo decía. Al parecer un buen hombre era aquel que nunca
maltrató a su familia, que apoyó en sus estudios a sus hijos, que les proveyó
de alimentos –excepto un corto período de tiempo en que los abandonó-, que era
caritativo con los más pobres o más necesitados que él mismo.
Yo
hubiera querido que fuera a dejarme a la Escuela, que lo hubiera esperado al
regreso de su trabajo, que hubiera calentado las tortillas para que cenara, que
hubiera ido a la esquina a comprarle una navaja de rasurar Gillette roja o una
brillantina Jockey Club y en un momento de poco dinero, una de marca Palmolive
incluso.
Pero
no fue así, solo lo veía cada dos o tres meses cuando llegaba a casa con “un
mosca” (aprendiz) a su lado ayudándole a cargar un “guajolote” vivo y dos redes
de ixtle con verduras, futas, quesos y dulces Larin. Esos días que estaba en
casa, ésta se miraba diferente. Estaba muy limpia desde la mañana, con mantel
en la mesa para Don Tadeo, toalla limpia en el lavamanos y en general se notaba
que algo vibraba ahí.
De
las cosas que me dijo, que no recuerdo que hayan sido más de diez ocasiones en
mi vida, recuerdo la referente a los dulces Larin, comentando que el costo de
la bolsita equivalía a la posible compra de 5 bolsitas de dulces baratos, pero
que era mejor saborear pocos buenos que muchos malos.
Se
contaban cosas buenas de papá, como aquel invierno que regresó a casa sin su
chaqueta/Maquinof, porque se la regaló a alguien que encontró en plena helada,
durmiendo en la Estación del Ferrocarril en pura camisa.
Lo
que me gustaba tanto a mí, era verlo darle cuerda a su reloj reglamentario de
ferrocarrilero, siempre a la misma hora cada noche, pues decía que su vida y la
de mucha gente dependían de la exactitud de sus relojes que marcaban la entrada
y salida de los trenes, evitando así que pudieran chocar.
También
me gustaba ver que regularmente miraba una enorme pala de metal, que estaba en
casa, y decía que cuando él había sido “pasa-carbón” en la máquina de vapor del
ferrocarril, vivió la etapa más dura de su vida y comentaba como debían
alimentar el fuego de aquellas locomotoras que les quemaba el rostro al
acercare a vaciar el mineral a su caldera y la diferencia después con la
máquina diésel. Esa pala y un reloj de oro de bolsillo -reglamentario de los FFCC
NdeM- los conservo en mi casa, al día de hoy.
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