Otro gran miedo fue el que tuve a los muertos, a la oscuridad que traía consigo la posibilidad de que los muertos se me aparecieran asustándome. Tenía alrededor de cinco años cuando supe por primera vez que había espíritus que se aparecían a los vivos, así tuve miedo a los espíritus, que según yo pertenecían a los muertos pero al parecer tenían algún tipo de “más poder”, y en esa escala, estaban también los aparecidos, que eran muertos que sufrían de alguna pena o necesitaban comunicar algo a los vivos a fin de que éstos los ayudaran en esa tarea que ellos habían dejado pendiente de hacer, o que consideraban que debían haber hecho.
Hablaré de ellos, porque quizás necesiten que se les mencione o que se les reivindique ya que realmente algunos no querrían molestar a los vivos y sí necesitaban de ellos, aunque otros como me dijo una vez el Hermano Jorge, un ser espiritual, “gustan de molestar a los vivos, solo para reírse un poco de ellos”...
En aquellas noches –cuando ya había luz eléctrica en mi pueblo y estaban “alumbradas” las calles con un foco en el poste de la esquina-, los vecinos se sentaban en las banquetas de sus casas, en sus mecedoras tejidas con fibras vegetales o de madera con tejidos de bejuco, a platicar historias de muertos y fantasmas salpicadas con chismes de la muchacha que tenía novio o del señor borracho que dejaba a sus hijos sin comer. A la mayoría de los niños nos interesaba oír las historias de miedo, había un morbo gozoso inexplicable aún para mí del porqué de ése gusto.
A las historias de muertos se unía el pensamiento de que, si hubiéramos caminado toda esa calle en donde nos encontrábamos, llegaríamos al panteón de la ciudad vecina. Recuerdo que ese pensamiento de ir a panteones, muertos y espíritus era parte del folklore del lugar, unido o basado en las enseñanzas de la Iglesia Católica que se impartían en la bella “Capilla del Sagrado Corazón de Jesús” en cuyo altar, a un lado a la derecha, había un enorme cuadro de Jesús de Nazaret dándole la mano a un individuo que estaba próximo a caer en las llamas del Infierno, en donde se veía claramente el enorme rostro con fauces abiertas y ojos malignos -que antes me asustaba- de un gracioso demonio color rojo intenso.
Tardé varios años en perder ese miedo.
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