Era verano
en Muchavista, playa perteneciente a Campello en Alicante España, época en la que viajaba en Tram a la Universidad de Alicante
ubicada en San Vicente del Raspeig. Tomaba este tren en su andén de Muchavista ubicado
a escasos 30 o 50 metros de la orilla del mar Mediterráneo y así continuaba su
travesía costeando el mar por un gran tramo dentro del trayecto que recorre
hasta llegar a Alicante.
Me bajaba en
San Vicente del Raspeig a cuya Estación llegaba un autobús especial que nos llevaba
directamente al campus de la Universitat d'Alacant que es su nombre exacto; el
recorrido en el Tram es magnífico, uno se embelesa al ir viendo la mar pues hay
tramos de más de 10 minutos continuos o aún más largos en contacto con esta
maravillosa vista, a los veleros que atraviesan sus aguas, los surfistas si es
que hay algunas buenas olas en la siguiente playa contigua a Muchavista que es
la Playa San Juan y a algún barco de mediana envergadura.
Esta era la
sensación aquella tarde en que regresaba en el Tram a casa en Muchavista cuando
alrededor de 5 o 6 personas subieron a la parte delantera del vagón y de manera
normal al principio, se sentaron todos. Entre ellos estaban dos jovencitos de alrededor
de 16 años. Una señora mayor de aproximadamente 60 y dos mujeres jóvenes de
entre 20 y tantos años. La peculiaridad es que tenían todos ellos un aire de
familia, una forma de vestir algo más holgada que en el caso de las mujeres sus faldas eran
amplias y a media pierna de largo, sus cabellos oscuros y algo rizados
recogidos de alguna manera; en cuantos a los jovencitos claramente mostraban el
aspecto (de lo que decimos los que no sabemos distinguir bien cuando vivimos en
España, como era mi caso) de gitanos.
Habíamos
avanzado un poco en el trayecto cuando uno de los jovencitos se levantó de su
asiento platicando en voz alta a su amigo quien permanecía sentado (lo cual no
se acostumbra en España por lo general). En unos pocos minutos dicho joven seguía
hablando alto pero ahora miraba a los pasajeros. Las mujeres que subieron con
ellos al mismo tiempo, no lo tomaban en cuenta ni volteaban a verlo.
No pasaron
muchos minutos sin que dicho joven mostrara en su mano algo que tenía una funda
como de navaja y amagaba al amigo con dicho objeto como jugando, seguía
hablando fuerte y ahora hacía comentarios dirigidos a dos jovencitos españoles
de alrededor 14 o 15 años que estaban sentados a mi izquierda y que no habían
hecho ningún movimiento ni comentario relacionado con dicho pajarraco gritón,
sino que iban desde el principio del viaje platicando entre ellos y como estaban
a un lado mío –pasillo de por medio- los oía hablar de sus materias de estudio.
Sin embargo el pajarraco se dirigía ahora abiertamente a ellos mirándolos,
moviendo aquello que portaba en su mano y se veía claramente como la funda de
una navaja, de esas que se accionan con resorte.
Y nosotros
los pasajeros? Claro, con el alma en vilo. Nadie hablaba ya y todos estábamos
tensos esperando lo que el chico iba a hacer o intentar hacer y seguro cada uno
de nosotros pensaba de qué manera se iba a defender llegado el caso.
Los
estudiantes se pusieron de pie accionando el botón rojo para la parada en la
siguiente estación y tuvieron que empezar a caminar rumbo a donde se encontraba
el pajarraco porque ahí estaba la puerta de salida. Lo hicieron lentamente y
solo hasta la mitad del camino. El pajarraco se envalentonó y una de las
mujeres jóvenes le dijo que se sentara ya, entre las risas de la mujer mayor y
la otra joven que veían el comportamiento del pájaro de mala cuenta y al
parecer les divertía.
Todos
estábamos tensos, un señor muy mayor que venía en el Tram se quiso levantar y
su acompañante otra persona mayor lo jaló y lo sentó. En eso, un hombre pasó
por mi lado y se paró a un lado de los estudiantes, entre ellos y el pajarraco,
quien se aquietó, dejó un tanto su actitud pendenciera y dio como un medio paso
para atrás rumbo a su asiento; el Tram llegó a la estación se abrió la puerta y
rápidamente se bajaron los estudiantes protegidos por el cuerpo de aquel
hombre, el pajarraco no dijo ni pío y el hombre sin voltear a ver al pajarraco
se regresó a su asiento pasando de nuevo a un lado mío –yo estaba sentada a la
orilla del pasillo- en ese momento levanté muy discretamente (el miedo no anda
en burro!) el dedo pulgar de mi mano derecha en señal de “bien hecho, bravo!” él
primero me miró serio y luego brevemente sonrió al pasar y se bajó a la
siguiente estación con una chica.
Cuando el
Tram volvió a avanzar el pajarraco, ya a salvo, le hizo señas obscenas por la
ventanilla. En ese momento se abrió la puerta de la cabina del conductor y
apareció un hombre quien llamó al pajarraco -porque el señor mayor que también
se había apeado le dijo lo que pasaba al maquinista- pero dicho personaje le
habló por su nombre y también con risas diciéndole que ya no fastidiara. Todos
estábamos estupefactos por ese comportamiento tan poco profesional de quien
debía protegernos, fue cuando este ayudante de maquinista o algo así, le quitó al
jovenzuelo lo que éste traía entre-manos y lo abrió para exhibir así… un peine que
aparentaba ser una navaja de resorte y que el cobarde pajarraco utilizó para
amedrentarnos.
Que quien
era aquel hombre que protegió a los estudiantes? (e indirectamente yo sentía que nos protegía a todos) Solo vi que era un gringo!!! Desde entonces, para mi decir
gringo en lo particular ha sido signo de confianza y aplauso. Esos gringos que
en cuanto a género/especie me caen mal por sus conflictos bélicos; pero este caso
me hizo recordar que una cosa es el pueblo de cada país y otra sus gobernantes
y sus cúpulas en el poder económico, ya que estos últimos son seres
sanguinarios que se nutren de la sangre de sus soldados que envían a morir para
lograr sus fines egoístas de
acaparamiento de riquezas naturales y comercio internacional, prácticas inicuas
que no se necesitan explicar porque todos las conocemos.
Gracias gringo, donde quiera que te encuentres!
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